domingo, 30 de mayo de 2010

Plaza

Una plaza, ahí comienza todo. Un beso, un abrazo, llenarse de arena, conocer, sentir, respirar, llorar, la plaza. Tenemos tanta plaza interna, como algo que viene desde nuestras raíces, la necesidad de un banco, de una vuelta- un refugio en cada centro. Empezamos a revelar que es aquello que llaman “vida”, que es lo que esconden los rostros y los bancos, el cemento perdido, el pasto quemado. Correr, correr y correr, hasta caerse en un arenero, donde nos derrumbamos, nos hundimos, vamos desapareciendo lentamente, sintiendo que quedamos ahí, olvidados en un hueco amarillo, en una plaza que antes eran risas y espectáculos. Más tarde nos levantamos, dejando de lado la ficción de la soledad, rumbo a los cambios y las perspectivas. El subi-baja constante, fragmentando la gravedad, desplomándonos a toda velocidad en un movimiento constante donde somos reyes y campesinos, donde tenemos el mundo a nuestros pies y somos los pies del mundo; -sentirse el Emperador de la plaza en los vuelos repentinos. Tanta contradicción inquebrantable nos conduce a arriesgar, a ir y volver en el aire, en unas hamacas ruidosas y oxidadas, donde el impulso y la decisión nos encantan en un descontrol constante; -arriesgar, volar y caer. Ya estamos comprendiendo que es eso de vivir y respirar. Caen las horas y los años, y ya estamos cansados de correr, de subir y bajar, de sentir la presión y remontarse a nuevos rumbos. Nos contentamos con dar vueltas sin sentido. La calesita nos sienta bien, acomodados en nuestro caballo de madera despintado pero seductor, para girar y girar sin marearnos. Lo único que nos puede perturbar en esa esfera es la posibilidad de atrapar la argolla que se acerca y se aleja incesantemente.
Después de tanto vértigo, prefiero ir a una plaza, quedarme lejos de todo, en un banco desorientado, mirando como pasa la vida delante. ¿Dónde hay una plaza?

martes, 25 de mayo de 2010

Argentinidad al palo.

Para bien o para mal, doscientos años no caen como papeles en verano en el microcentro. El Bicentenario llegó, y acá estamos, en esta extraña situación de sentir por momentos correr por nuestro interior una historia que nos pertenece en algún punto, somos historia. Cae el recuerdo de aquella tierra que comenzaba a mostrarse como “el granero del mundo”, exhibiendo diferentes y seductoras tierras, como una gran promoción de posibilidades en lo más bajo del globo terráqueo, y demás datos que no se cansan de repetir los historiadores por estos días en diversos medios. Sentir doscientos años en la calle, en el cuerpo, en un bandoneón, en un colectivo cansado, en todo lo que te rodea. ¿Hasta dónde podía llegar esa suerte de “argentinidad al palo”? Llegó, y me ganó por afano, completando el combo popular con sorpresas que aplaudo de píe, donde se puede sentir, sí, sentir esa cuota de argentinidad, esa suerte de descontrol momentáneo, donde la anarquía sentimental rompe y no podés definir con palabras lo que sucede, sino que, simplemente sucede. Lejos de toda cuestión nacionalista, la bandera flambeó, dejando los pelos de punta, seduciendo con la reciclada idea-iniciativa de que “ahora es el momento de cambiar”. El Bicentenario explota como un punto de inflexión, tiempo de comenzar a arrancar la máquina social que nos une y reparte, llevándola a funcionar, a producir, a crear. Nuestro país de éxitos y fracasos, donde podemos ser amados u odiados de un día al otro, donde la pasión nos domina y nos controla, simplemente somos marionetas de nuestros sentimientos. Brindemos por la historia, por la avenida más larga del mundo y por los pueblos de la “Argentina profunda” repletos de fábulas y vidas. ¡Qué trabajo retomar la rutina y el orden, y por sobre todo, limpiar lo que quedó de la gran peatonal porteña! Ya es tarde, cantemos el himno en silencio, y ayúdenme a levantar todos estos papelitos…