domingo, 13 de noviembre de 2011




“Hay cuatro tipos ideales: el cretino, el imbécil, el estúpido y el loco. El normal es la mezcla equilibrada de los cuatro”
Eco, Umberto
“El péndulo de Foucault”


     La madera cruje, desgarra, finalmente se rompe. El escenario se quiebra, el público se mira, expectante, deseando que lo que sucede es parte del programa. No hay escenario, no hay actor, un vacío corre por la sala. Ya nadie ve, la sala sigue oscura, con las luces en el escenario. Algunos se ponen de píe, desde lejos se escuchan tímidos aplausos. Un grito despeina el poco contraste que queda en la cabeza de un joven, una señorita llora. Las luces del escenario se apagan, la sala queda oscura, se escucha una caída, una sonrisa juvenil atraviesa una butaca. Los ojos se acostumbran, se siente frío, una soledad extraña sin color. La luz reaparece sin previo aviso, los ojos duelen, el cuerpo lastima. No se ve el escenario, todas las luces descansan sobre los espectadores. Ahora empieza la escena, el público y los personajes, los personajes son públicos. El joven de poco cabello corre gritando, se para sobre una butaca vacía y grita. Se arranca los pocos pelos que tenía en su cabeza, se desnuda frente a todos. Muy pocos lo observan, la señorita sigue llorando, ahogada en luz, perdida, siendo consciente de que la luz no le devolvió su lugar, sigue perdida, está sola y todos pueden verlo. Un señor de corbata roja y saco celeste se levanta despacio, como quien termina su día laboral. Sus pasos son lentos, pensados; pierna derecha, pierna izquierda, pierna derecha, pierna izquierda… Algunos seguían con la mirada clavada en el joven calvo sobre la butaca, cuando de repente se escucha un grito que va desapareciendo. El hombre de corbata roja y saco celeste se aventó por el agujero que había en el escenario. Se escuchó un golpe seco por un segundo. Un hombre limpiaba sus anteojos con un pañuelo blanco que llevaba sus iniciales bordadas en amarillo. Éste acto se había vuelto una suerte de tic, ya que cada exactos quince minutos, efectuaba esta acción. Sus compañeros de trabajo sabían que cuando el ya había limpiado sus anteojos cuatros veces, una hora había transcurrido. Realmente no necesitaba sus anteojos, pero sentía que lo rodeaba un aura especial al limpiarlos, simulando estar pensando alguna cosa interesante. Desde que leyó un cuento de Poe, se prometió usarlos día y noche, con tal de no perderse ningún detalle. Los cristales le brindaban un aumento innecesario, por lo cual el pensaba que veía más; lógicamente, no veía claro. No se había dado cuenta que un hombre se encontraba desnudo, que otro había saltado por el hueco del escenario, pero mantenía ese gesto de limpieza cada quince minutos, simulando resumir en su mente alguna conclusión interesante y novedosa.
     Se escucharon unos fuertes aplausos, un hombre negro vestido de blanco aplaudía de pie, formando el contraste, deformando la escena. Se dirigía a la salida, continuaba aplaudiendo. Se oía lentamente como los aplausos iban desapareciendo.
     Miradas pérdidas y más de dos máscaras.





(Dibujo: Tomás Menéndez - 2011)