domingo, 30 de mayo de 2010

Plaza

Una plaza, ahí comienza todo. Un beso, un abrazo, llenarse de arena, conocer, sentir, respirar, llorar, la plaza. Tenemos tanta plaza interna, como algo que viene desde nuestras raíces, la necesidad de un banco, de una vuelta- un refugio en cada centro. Empezamos a revelar que es aquello que llaman “vida”, que es lo que esconden los rostros y los bancos, el cemento perdido, el pasto quemado. Correr, correr y correr, hasta caerse en un arenero, donde nos derrumbamos, nos hundimos, vamos desapareciendo lentamente, sintiendo que quedamos ahí, olvidados en un hueco amarillo, en una plaza que antes eran risas y espectáculos. Más tarde nos levantamos, dejando de lado la ficción de la soledad, rumbo a los cambios y las perspectivas. El subi-baja constante, fragmentando la gravedad, desplomándonos a toda velocidad en un movimiento constante donde somos reyes y campesinos, donde tenemos el mundo a nuestros pies y somos los pies del mundo; -sentirse el Emperador de la plaza en los vuelos repentinos. Tanta contradicción inquebrantable nos conduce a arriesgar, a ir y volver en el aire, en unas hamacas ruidosas y oxidadas, donde el impulso y la decisión nos encantan en un descontrol constante; -arriesgar, volar y caer. Ya estamos comprendiendo que es eso de vivir y respirar. Caen las horas y los años, y ya estamos cansados de correr, de subir y bajar, de sentir la presión y remontarse a nuevos rumbos. Nos contentamos con dar vueltas sin sentido. La calesita nos sienta bien, acomodados en nuestro caballo de madera despintado pero seductor, para girar y girar sin marearnos. Lo único que nos puede perturbar en esa esfera es la posibilidad de atrapar la argolla que se acerca y se aleja incesantemente.
Después de tanto vértigo, prefiero ir a una plaza, quedarme lejos de todo, en un banco desorientado, mirando como pasa la vida delante. ¿Dónde hay una plaza?

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